En el número 60 del paseo Mirabeu, lugar donde se situaba la antigua casa de las carmelitas, se reunieron por primera vez un 25 de enero de 1816, un grupo de jóvenes sacerdotes, cuyo único deseo era responder a la vocación que los llamaba a consagrarse al anuncio del Evangelio a los más pobres de Provenza.
Unas semanas antes había llegado a la casa el joven François de Paule Henry Tempier, que tenía entonces 27 años, su misión era la de ir preparando el lugar para la nueva comunidad. Con muy poco contaba el bueno del P. Tempier, se hizo con dos toneles, quizás estaban por allí abandonados, encima de ellos puso un par de tablas que harían las veces de mesa. Un catre fue colocado en el pequeño pasillo que daba a la biblioteca, que servía a su vez de dormitorio a otros dos; una lámpara colocada sobre el dintel de la puerta era su única fuente de iluminación, nunca tuvieron la dicha de ser más pobres, lo tenían todo en común.
En aquella sala, al calor de la chimenea donde preparaban la comida, pasarían largas horas hablando, proyectando sus primeras misiones, poniéndose de acuerdo, intercambiando ideas… ¡quién sabe todas las conversaciones que tendrían entre ellos!
También habría momentos para rezar, para estudiar la Palabra de Dios, para comer juntos… Todo alrededor de esa mesa improvisada, que sin querer se convertía en testigo de la historia. No podemos negar que esta casa tiene algo especial para toda la familia oblata. En ella vivieron los primeros oblatos, por allí caminaron, rezaron y celebraron la eucaristía.
¡Cuántas veces atravesarían la puerta de la casa para ir y volver de sus tareas
apostólicas!… Todo era vivido con sencillez y pobreza, con gozo y esperanza. Celebramos el aniversario del nacimiento de la Congregación de los Misioneros Oblatos, un día importante que nos hace volver a aquella primera comunidad. Siempre me ha cautivado la imagen de ese par de tablas colocadas sobre los dos toneles, me alegra que los Oblatos hayan conservado este signo en la que es hoy llamada la sala de la fundación. Cierro los ojos y me puedo imaginar a aquellos primeros misioneros de Provenza hablando de sus sueños y compartiendo la comida alrededor de la mesa. Regresar a Aix es regresar al centro de nuestra vida comunitaria, al corazón de nuestro carisma.
Allí la vida comunitaria se fue gestando, el amor y el celo que animaba a aquella primera comunidad lo hemos recibido como herencia. Es ese ambiente de familia tan nuestro que hace que nuestras comunidades se distingan por un espíritu de sencillez y alegría, como dice nuestra constitución 39. La vida comunitaria se transforma así en un signo visible que manifiesta que el amor de Dios es el mayor bien y que por encima de nuestras limitaciones y diferencias, el Espíritu Santo actúa en medio nuestro y transfigura nuestra realidad.
En un mundo tan tentado por las divisiones y el peligro de los conflictos y las enemistades, estamos llamados a dar un testimonio de comunión, así nuestras comunidades serán espacios donde la gente puede sentirse acompañada y querida. Espacios donde las relaciones pueden encontrar caminos de sanación. Espacios donde podemos vivir el perdón y la reconciliación. Espacios donde construyamos una misión
común. Espacios donde podemos vivir la alegría de ser verdaderas comunidades
apostólicas interculturales, en las que todos sus miembros están comprometidos en un proceso de evangelización recíproca. Espacios donde celebremos la vida y la vocación de la hermana, del hermano. Espacios que nos impulsen a asumir nuevos desafíos y a ser audaces.
Marimar Gómez, omi
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