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Es cosa de todos


En el primer artículo de esta serie en la que hablamos sobre la vocación en nuestra vida cristiana hemos estado desentrañando la llamada a la vida que recibimos de Dios y que tiene su origen en el amor que Él nos tiene. Vimos también que el llamamiento de Dios pide una respuesta desde nuestra libertad.


            El segundo paso que vamos a dar hoy es acercarnos a ver cómo podemos dar esta respuesta a Dios. La llamada recibida de Dios nos convierte en misioneros.

Jesús les dijo:

"Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos”. (Mt 28, 18-20)

La misión es cosa de todos, pero ¿de verdad todos somos misioneros? Muchos dirían que sí. El versículo arriba citado es el versículo por excelencia del mandato misionero en el que Jesús manda a los apóstoles al mundo entero para que bauticen, enseñen e introduzcan a otros en el camino del discipulado. Parece entonces que todo está claro, si así lo dijo Jesús. Surge, entonces la pregunta: ¿Si todos tenemos la llamada misionera, qué especial hay en los misioneros que entregan su vida en los países lejanos, compartiendo la vida con los pobres, marginados y no queridos? ¿Qué se entiende por vocación misionera? ¿Cómo es la vocación de los bautizados?


Que conozcan el amor

El versículo de Mateo nos cuenta cómo arranca esta vocación. Es el deseo de Dios de que todos le conozcan, estén unidos a Él a través del Bautismo, sean salvados de sus pecados y resucitados para una esperanza viva (cf. 1 Pe 1, 3-7). El mandato de Cristo no es nada más ni nada menos que continuar la misión de Jesús - que todos conozcan cómo Dios ha amado al hombre. Este amor nos cambia la vida. Nos hace testigos y misioneros.


En el evangelio de Mateo se subraya la enseñanza: Estamos llamados a instruir a otros, transmitir lo que nosotros hemos recibido de Dios. En los Hechos de los apóstoles, no obstante, se señala una concreción de esta enseñanza que quizás a veces hemos dejado de lado o se ha visto oscurecida por los abundantes escándalos que oprimen a la Iglesia de hoy. La credibilidad de la enseñanza viene precedida por el testimonio y es precisamente esto lo que está resaltando el comienzo del libro de los Hechos: “(…) recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos (…) hasta el confín de la tierra!”. (Hch 1, 8)


¿Hablamos a las cabezas o a los corazones?

En la actualidad, enseñamos mucho, ¿pero testificamos lo suficiente? Hay cursos y formaciones de todo tipo y son sin duda necesarios. Sin embargo, lo más importante tiene lugar en el corazón del hombre, donde Dios habla y obra si le dejamos entrar.


¿Hablamos a las cabezas o a los corazones? En la evangelización no se trata de tener ideas sobre Dios, sino conocerle, hacer una experiencia, sentirse tocado por Él. Benedicto XVI nos recordaba que no se comienza a ser cristiano por una idea, sino por un encuentro que cambia por completo nuestra vida y le da un nuevo horizonte. (cf. DCE 1) Nos pone en camino para seguir las huellas de Cristo, hacernos sus discípulos, querer vivir como vivió Él. Porque su persona atrae, llena, colma de paz. El movimiento, si lo tuviéramos que dibujar de alguna manera, viene del testimonio misionero del que Dios se sirve, pasa por el corazón de la persona que es tocada por Él y continúa hacia fuera creando nuevos discípulos, testigos del amor de Dios. Esto último es importante. Sólo desde el amor, puede uno acoger las exigencias del Evangelio, de lo contrario, a menudo le parecerán una carga difícil de llevar, impuesta desde fuera. Dios, a través del Evangelio, nos enseña a vivir con Él y cada vez más desde Él, pero esta enseñanza es un proceso. Las grandes obras de Dios requieren tiempo.  Este camino puede a veces desanimar porque requiere muchas renuncias y será el amor que nos permitirá a no desistir, sino permanecer y seguir respondiendo.


De verdad, ¿todos?

¿Por qué todos pueden ser misioneros? Porque todos tenemos una experiencia de amor en nuestras vidas y la podemos trasmitir. Misionar es decirle al otro: “Mira, si Dios ha hecho esto en mi vida, también podrá hacerlo en la tuya”.

Y esta experiencia arranca en el Bautismo, aunque quizás no la tengamos tan consciente. Ser bautizado es ser sumergido en amor de Dios que nos ha salvado del pecado, ha renovado nuestra vida y nos ha unido entre nosotros y con Él. Nos ha regalado su nombre. Somos cristianos - esto quiere decir que somos de Cristo. Su gracia, su don actúa en nosotros. ¿Pensamos a veces en esto? ¿Pensamos qué don tan grande tiene que ser éste para que nadie lo pueda jamás borrar? Aunque uno renuncie, quiera apostatar, Dios nunca renunciará a la promesa de amor que nos hizo. Deberíamos permitirnos de vez en cuando que esta verdad de nuestro Bautismo resuene en nuestro interior. Nos compromete entonces a compartir con otros la vida de Dios que hemos recibido.


Tan sencillo

               Somos bautizados y enviados, como nos recuerda el Evangelio. ¿Cómo es este envío? Siguiendo los relatos que nos dejaron los evangelistas vemos que Jesús enviaba a los apóstoles de dos en dos (cf. Mc 6, 7-13), les insistía que entraran en las casas de la gente, que no llevaran nada para el camino. Estas indicaciones nos dan pistas:  ser testigos en comunidad porque este es el testimonio creíble (“Dios no sólo me ha tocado a mí, sino también a otros”); compartiendo la mesa, la vida cotidiana de las personas, ser cercanos. Y por último, una cosa que en realidad es por la que Jesús comienza sus indicaciones: ir con humildad, sencillez. El no tener nada, nos hace


necesitados. Los discípulos necesitan que otros les acojan, les den de comer, les hagan un hueco en su casa. ¡Esto es maravilloso! La evangelización en el cristianismo no es una predicación unilateral: yo hablo, vosotros escucháis. Es un diálogo de dar y recibir entre el misionero y el evangelizado. Dios ya está presente en las personas a las que nos envía (quien, por lo menos una vez, haya hecho una experiencia misionera lo puede corroborar), su capacidad de abrirse a la gracia y acogerla es signo de la presencia de Dios que maravilla al misionero y llena de alegría al evangelizado.

              

Nada nuevo, me diréis, y os daré la razón. Ya lo dijo el autor de la carta a los Hebreos que “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy y siempre” (cf. Hbr 13,8). Es el mismo Evangelio y la misma noticia, pero Dios siempre viene nuevo a nuestras vidas, a cada momento concreto que vivimos. Viene con su vida. Por esto San Pablo dice también: “Hoy es el día de la gracia, hoy es el día de la salvación.” (cf. 2 Cor 6, 2). Y precisamente la buena noticia está en que la cotidianidad está llena de este Dios que tanto buscamos y a veces no encontramos. Esta cotidianidad necesita testigos del Evangelio. Vivir el día a día está al alcance de todos, no es cosa de unos pocos, por eso “Ay de ti, cristiano, si no evangelizaras… y no fueras misionero”. Es cosa de todos.




Paulina OMI

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