EL PRECIO DEL AMOR
Venimos hablando del amor desde ya tres artículos: ¿qué es el amor?, amor a Dios y al prójimo, amor a sí mismo… Hemos dicho y repetido que no podemos separar radicalmente el amor humano y divino… entonces ¿todo amor humano sería también divino y nos hablaría de Dios? Si nos miramos con un poco de lucidez, sentimos claramente que hay una desproporción, a veces incluso, un abismo, entre el amor de Dios y nuestro amor. El nuestro está marcado por muchas formas de ambivalencia: amamos a los demás, pero tantas veces, también, nos amamos a nosotros mismos en los demás, sin que nos importe realmente el otro.
Asimismo, sentimos bien que el amor no es una cosa fácil... Tenemos todos la experiencia que el amor, incluso un amor humano, nos cuesta caro (piensa, solo un momento, en el amor de una madre por su hijo cuando éste se encuentra en las peores situaciones, cuando por seguir amándolo, tendrá que sufrir desprecio, rechazo…). ¿Os acordáis también de lo que nos decía Christian de Chergé sobre el servicio humilde y sencillo de cada día? ¿y cuánto nos cuesta?
Y si miramos a Jesús, nos aparece más evidente todavía. Él, el único inocente, por querer hacer de toda su vida una expresión del amor con el que el Padre nos ama, terminó fracasado, colgado de una cruz. Algunas veces, se nos transmite (o transmitimos nosotros mismos) una idea del amor evangélico bastante sosa, un amor dulzón, simpático, del que se ha borrado las asperidades. Pero el amor que predicó Jesús tuvo que tener un poder subversivo, si no ¿por qué le habrían condenado a muerte?
Les amó hasta el extremo
El amor que predica Jesús es un amor que abarca a todos, incluso a los pecadores (Mt 9,13), incluso a los enemigos (Mt 5,44). Es amor de servicio (Mt 20,28), un amor que impugna todas nuestras estructuras humanas de poder, de discriminación, de desigualdad: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1,52-53, cf. también Rm 2,11; Gal 3,28). Y no sólo lo predicó, sino que lo vivió… hasta el extremo (cf. Jn 13,1).
Jesús nos muestra, a través de su vida, que el camino del amor es un camino pascual. Por su cruz, nos enseña que, para amar, hay que morir a sí mismo, y por su resurrección, nos revela que ese amor, a pesar de todas las apariencias, es un camino de vida, que el amor es más fuerte que la muerte. Es éste un punto de quiebra: o bien le seguimos en ese camino, o bien lo dejamos…
A nuestros ojos humanos, ¡una locura! Nos parece imposible… Sí, humanamente imposible… pero Jesús nos da la clave cuando nos habla del amor a los enemigos. Nos dice: “rezad por los que os persiguen” y luego: “seréis perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,43-48). El amor con el que nos llama a amar no es el nuestro, sino el suyo.
El obstáculo más grande
El problema es que nuestra humanidad se resiste a ser consumida por el fuego del amor de Dios. Nuestro amor está oscurecido, atado: está mezclado de orgullo, miedos y resistencias… Porque en el fondo, sentimos bien que para amar en libertad, hace falta perdernos a nosotros mismos. Necesitamos liberarnos del obstáculo más grande en el camino del amor: la preocupación por nosotros mismos. Jesús mismo nos lo dice: “todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará” (Mt 16,25) ¡más claro no puede ser!
Paradójicamente, si emprendemos ese camino de descentramiento y purificación de nuestro amor, ese nos llevará a una mirada más ajustada, humilde y misericordiosa sobre nosotros mismos.
“Odiarse es más fácil de lo que se cree. La gracia es olvidarse. Pero si todo el orgullo muriera en nosotros, la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo, como a cualquiera de los miembros dolientes de Jesucristo.” (Bernanos, Diario de un cura rural)
Dejarnos atravesar por el amor de Dios
“No es nuestro amor el que tenemos que dar, es el amor de Dios. El amor de Dios, que es el don que Él mismo nos hace, pero que sigue siendo un don, y por eso, tiene que atravesarnos, traspasarnos para ir más allá, para ir a los demás. Tenemos que pedir la caridad, recibirla, y realizar los actos de auténtico amor humano que Dios nos pide. Pero no se trata de ser “activos”, o “agitados” de la caridad, sino “pasivos”, sufrientes y pacientes de la caridad: sólo es a través de eso que la acción de Dios podrá pasar al mundo.” (Madleine Delbrêl)
Leyendo esta reflexión de Madeleine Delbrêl, me vino la imagen de una vidriera. Si una vidriera está sucia (como a veces ocurre por la contaminación) no dejará pasar la luz, y no se verán sus colores, sus dibujos y motivos. Entonces, tendrá que intervenir un equipo de restauración, para limpiar, uno por uno todos sus cristales. Es un trabajo costoso, que necesita mucha paciencia, porque, a veces la suciedad está muy pegada al cristal… quizá, se le dañe un poco en la operación… o quizá no se llegue a limpiarlo bien porque se tiene miedo de estropearlo... Pues en esto consiste la vida cristiana. Nuestro amor necesita ser limpiado, purificado… Salvo que el esfuerzo de limpieza, no se realiza tanto por empeño nuestro, sino dejándonos hacer en manos de Dios, de los demás y de las menudas circunstancias de la vida. Poco a poco, nuestra vidriera se hará más trasparente, dejará pasar esa luz que es el amor de Dios, y resplandecerá en toda su belleza, esa belleza querida por Dios para cada uno de sus hijos queridos.
Amor humano y amor divino
Volvemos entonces, a nuestra primera pregunta: ¿cuál es la relación entre amor divino y amor humano? El Concilio Vaticano II tiene una afirmación muy profunda al respecto:
“El Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17,21-22) sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad.” (Gaudium et Spes, § 24)
El Concilio no dice que, tan pronto como nos amemos, está Dios, sino que el Señor, en su oración, cuando dice como nosotros, sugiere cierta semejanza… Nos dice que cuando nos comprometemos en relaciones fundadas en la verdad y el amor, esto tiene algo que ver con lo que une las personas divinas, tiene algo que ver con quién es Dios.
El relato del Génesis afirma que somos a imagen y semejanza de Dios (Gn 1). Lo que somos incluye la manera cómo entramos en relación los unos con los otros, cómo nos amamos… esto también es “a imagen de Dios”, de ese Dios del que se nos dice, además, que es amor. Desde la creación, somos llamados a amar y hechos capaces de amar por Dios, porque es así que Él nos hace participar de su vida. Y es así, cómo nosotros podemos ser, para otros un reflejo de su amor; y es así, cómo otros podrán experimentar en su vida, a su vez, el amor de Dios. ¡Y eso es maravilloso!
Laetitia OMI
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