Todavía resuena en nuestro corazón lo vivido en el último Capítulo general, tiempo de gozo y de acción de gracias a Dios por tanto bien recibido. La celebración de un Capítulo siempre es un momento de gracia y de presencia del Espíritu Santo, de conversión y de renovación para todo el Instituto que estrecha los lazos de unidad en torno a Cristo y se fortalece como un solo Cuerpo. Es también una gracia particular para toda la Iglesia, que como madre vela, cuida, acompaña y se alegra por el crecimiento y la respuesta a la misión que Dios nos confía.

Han sido muchas las llamadas que hemos podido experimentar durante el tiempo del Capítulo: la llamada de la Iglesia, que a voces nos invita a tomar parte activa en su vida y misión; la llamada a vivir nuestra consagración y echar raíces profundas para poder dar fruto abundante; la llamada a la misión en la que nos queremos entregar siguiendo el ejemplo de la Virgen María, que recibe a Cristo para darlo al mundo. Hemos experimentado también la alegría de compartir entre nosotras la fe, la vocación y la vida, guiadas por el método de la conversación espiritual, sintiendo la presencia del Espíritu que nos fortalece e impulsa para seguir actualizando el carisma oblato recibido como don. Al reconocer los desafíos a los que nos sentimos llamadas a responder, se hace palpable nuestra pobreza, pero también el celo, la generosidad y la ilusión que Dios ha sembrado en nuestros corazones. Nos sabemos peregrinas, portadoras de un tesoro que llevamos en vasijas de barro, sembradoras de esperanza.

Como mujeres consagradas, al igual que María de Nazaret, deseamos ponernos en camino y abrirnos con docilidad a la acción del Espíritu Santo, con la certeza de que el Señor nos acompaña siempre.
Decía San Eugenio en el Prefacio de las Constituciones y Reglas:
“La consideración de estos males ha conmovido el corazón de algunos sacerdotes celosos de la gloria de Dios, que aman entrañablemente a la Iglesia, y están dispuestos a entregar su vida, si es preciso, por la salvación de las almas.”
Nuestro corazón, al igual que el de San Eugenio, también se ha conmovido profundamente, es este el motor que nos impulsa a ponernos en camino y renovar nuestro compromiso misionero.
Llamadas a ser misioneras de esperanza, especialmente en este año jubilar, queremos apostar por la acogida, el cuidado, el acompañar a las personas, el espíritu de discernimiento, la misión en común, el fomentar una cultura vocacional... y transformar los signos de los tiempos en signos de esperanza acogiendo la invitación del Papa Francisco para este jubileo.

También hoy, al hacer memoria de la primera comunidad oblata que se reunía en el Carmelo de Aix un 25 de enero de 1816, hace ya 209 años, no podemos dejar de dar gracias a Dios por la obra que realizó en el corazón de aquel pequeño grupo de hombres. Hay algo de aquel primer grupo en lo que todos nosotros, miembros de la familia oblata, nos podemos identificar con ellos, y no es otra cosa que aquel mismo deseo que les inspiraba, ser un solo corazón y una sola alma, y en la pasión por el anuncio del Evangelio. Aquella pequeña comunidad llena de esperanza y de alegría, nos invita a vivir nuestra realidad con una mirada abierta y amplia en el futuro y con una total confianza en la providencia.
Para concluir, me gustaría expresar en voz alta algunas preguntas que vienen al corazón al pensar en la fiesta que hoy celebramos y de la mano del año jubilar bajo la clave de la esperanza:
¿Cómo podemos acrecentar la comunión y la unidad entre nosotros?
¿Cómo podemos ser cada uno de nosotros y nuestras comunidades un signo de esperanza en nuestros lugares y ambientes?
¿Miro al futuro de la Iglesia, de la Congregación, de la comunidad con esperanza?
Solo el amor sostiene la esperanza y la esperanza no defrauda (Rm 5,5).

Marimar Gómez, omi
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