Sedientos de Dios
Juan, un joven de Madrid

De Perú me han llamado la atención muchas cosas: la belleza de los paisajes, la inmensidad de los Andes, lo delicioso y peculiar de la gastronomía – Cuy incluido–, el encanto de su arquitectura…, pero más que cualquier otra cosa, la fe de sus habitantes y la alegría de sus niños. Lo primero, porque me ha impactado ver cómo esperan con ilusión la llegada de los misioneros todos los años. Cuando me dijeron que tres sacerdotes atienden a doscientos pueblos, creía que era una hipérbole; pero es literalmente cierto. Sin embargo, lo alucinante no es esto, sino que a pesar de lo difícil que lo tienen para recibir los sacramentos, mantienen una fe de verdad. Precisamente porque valoran lo importante que es aquello que les falta, como un sediento cuando no tiene agua.
Yo también tengo sed de Dios, pero estoy acostumbrado a recibir los sacramentos siempre que quiera, y no valoro lo suficiente lo grande que es eso. Por esto el ejemplo de los habitantes de Morán me ha ayudado a ser más agradecido con el Señor, y a vivir los sacramentos como el regalo que son.
En cuanto a los niños…, he podido entender mejor la naturaleza del amor, y por tanto de Dios, gracias a ellos. Muchas veces tengo la tentación de verle más con la cabeza que con el corazón, y también de buscar mi felicidad en ideas abstractas y en lo utópico. Frente a esto, en Morán he sido feliz recibiendo su cariño y sintiendo su alegría.
Impacta comprobar que son mucho más felices que los niños –y por supuesto los adultos– de España; y que lo son sin tabletas ni consolas, jugando a las “chungas” –canicas– o disparando con el tirachinas, y a pesar de vivir con mucha humildad. Evidencian, aunque suene a tópico, que Dios habita en lo sencillo, y que por ello la riqueza occidental nos aparta de él y nos aleja de la felicidad. Dostoievski comparaba el amor de Dios y a Dios con lo que siente una madre la primera vez que ve sonreír a su hijo. A mis hijos no, porque no los tengo, pero a los niños de Morán sí que les he visto sonreír con esa fuerza y belleza: cuando me abrazaban al despedirse todos los días, al tirarme de la barba, al agradecerme que les diera unos simples hilos para hacer pulseras…pero sobretodo, Dios me regaló un momento que me ha marcado. Durante una misa, una niña pequeña se sentó a mi lado, y durante la Comunión me cogió de la mano y me llevó hasta el sacerdote (no solamente para que yo comulgara, también para que ella pudiera ponerse agua bendita). Me pareció un símbolo muy bonito de lo que es el camino del cristiano: dejarse guiar por las personas buenas y sencillas, porque ellas nos conducen hasta Dios.
Dios está en lo concreto, porque solamente en esa dimensión se puede vivir el amor; y por esta razón me han acercado a Él.
